viernes, 16 de marzo de 2018

LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD QUEDAMOS BIEN EN LA FOTO, PERO NOS OLVIDAN AL APAGARSE LA CÁMARA


Por Lidia Sanchis / Ilustración: L’Avi.
Los datos dicen que entre el 6 y el 8 por ciento de la población mundial está afectada por una enfermedad rara, es decir, más de tres millones de españoles. Las estadísticas también recogen que las enfermedades raras, unas siete mil en el mundo, se caracterizan por una amplia diversidad de desórdenes y síntomas que varían no solo de unas a otras, sino entre los diferentes pacientes. Los fríos datos aseguran que estas afectan a los pacientes en sus capacidades físicas, sus habilidades mentales y sus cualidades sensoriales y de comportamiento.  Que el 65 por ciento de estas patologías son graves e invalidantes, que tienen  un comienzo precoz y  provocan una discapacidad en la autonomía y, casi en la mitad de los casos, ponen en riesgo la vida: a las enfermedades raras se le puede atribuir el 35 por ciento de las muertes antes de un año, el 10 por ciento entre uno y cinco años y el 12 por ciento entre los cinco y los 15 años.

Podría seguir con la larga enumeración de manifestaciones, desórdenes y afecciones consustanciales al hecho de padecer una de estas siete mil enfermedades pero no lo haré porque de lo que les quiero hablar es de Ana. Es mujer, soltera, 45 años, la menor de cinco hermanos; funcionaria interina, una licenciatura, una diplomatura, idiomas. Alta, buena calidad de la piel –de las que se broncean con facilidad, lisa, sin manchas ni arrugas–, una sonrisa amplia y dientes blancos y ordenados. Risa fácil pero profunda. Ojos marrones y grandes; piernas largas y atléticas. Ojos y piernas con los que la enfermedad de Behçet se ha cebado hasta dejar a Ana prácticamente ciega, prácticamente paralítica. Pero ese adverbio marca la diferencia.
¿Cuándo le detectaron la enfermedad?
El diagnóstico lo tengo desde el año 1996, pero costó mucho porque los síntomas empezaron antes y los médicos no sabían a qué se podía deber que fuera perdiendo la vista. La perdí cuando tenía 15 años, una edad muy difícil. Eso ya fue muy duro, pero es que luego empecé a no poder andar deprisa; más tarde, a no poder correr… Hasta ahora, que necesito ya desplazarme en silla de ruedas, y apenas tengo un resto de visión.
¿Cuál fue el diagnóstico?
Que padecía el síndrome de Behçet, una enfermedad reumática crónica, que fue descrita en 1937 por el médico turco del mismo nombre. Pero a mi vida ese conocimiento llegó en 1996 y después de un larguísimo peregrinaje por distintos centros médicos, hospitales y especialistas.
¿Qué supuso para usted saber que todas esas afecciones tenían, al menos, un nombre?
Por un lado, una liberación porque si tenía nombre, había de haber personas detrás, investigando, tratándola, buscando cura… Pero también fue duro porque otras enfermedades, como el cáncer, por ejemplo, antes suponían mucha preocupación, mucha incerteza y, en algunos casos, la muerte de los enfermos. Gracias a la investigación esa ecuación ‘tumor igual a muerte’ ya no es irremediable. Pero a mí me tocó en suerte una ‘enfermedad rara’, es decir, de las que tienen una incidencia baja entre la población: las padecen menos de cinco de cada 10.000 habitantes. Por tanto, es un síndrome del que se sabe poco, y en el que hay pocos científicos investigando para conocerlo mejor y así encontrar mejores tratamientos. Y eso genera en los enfermos una angustia añadida.
¿Cuáles son las características del síndrome y cómo le afecta a usted?
Es una enfermedad autoinmune, que puede afectar a casi cualquier parte del organismo. Principalmente, tiene tres síntomas: estomatitis aftosa, úlceras genitales y uveítis, inflamación de los capilares que riegan el ojo localizados en la úvea. Es decir, casi el cien por cien de los pacientes tienen –tenemos– alguna afección ocular y articular. Pero yo, por ejemplo, no tengo aftas que, sin embargo, son muy comunes en otros enfermos.
Imagino que el cambio para su vida fue importante.
Pues sí, porque siempre he sido una persona muy independiente, a la que le gusta viajar y desenvolverse por sí misma. Y al principio de la enfermedad casi, casi, lo conseguía. Tenía un 20 por ciento de visión pero me podía apañar muy bien. Iba en tren a todas partes y, en general, hacía una vida autónoma.
Aunque cuando empezó con la enfermedad era muy joven, supongo que tendría planes. Querría un novio, tener hijos…
Pareja sí que quería. En el momento en que empecé con los síntomas, de hecho, tenía. Pero no he sido nunca muy de novios, y mucho menos he pensado en tener hijos. No es que no me gusten los críos, pero nunca me he visto en el papel de madre. Y respecto a la pareja, pues estaría bien compartir la vida con alguien. Pero la discapacidad siempre está ahí. También en la vida laboral echa a los empresarios para atrás a la hora de contratarte. He estado mucho tiempo en el paro, pero buscaba trabajo muy activamente. ¿Que hay algo en Madrid? Pues allí que me iba: si había que estar al día siguiente, estaba. He escrito a todos los periódicos de España, he respondido a todas las ofertas de trabajo que he encontrado y que se me acoplaban y que sabía que podría desempeñar perfectamente. Al final, estoy en la enseñanza pública, con mucho esfuerzo mío y mucho sacrificio de mi familia. Y, aunque nunca lo hubiera imaginado, a mi edad sigo estudiando, formándome y preparando oposiciones. Estoy muy orgullosa de ser profesora en la Escuela Oficial de Idiomas porque, por una parte, siempre me han gustado las lenguas y fue muy gratificante estudiar en la EOI; por otra, es bonito estar ahora en el otro lado, intentando enseñar a mis alumnos lo que me enseñaron a mí. Es un intercambio reconfortante.
¿Y ahora, cómo es su día a día, cómo es su ‘intendencia’?
(A Ana se le escapa una risa). ¿Mi intendencia? Muy dura porque me molesta muchísimo tener que depender de los demás para poder acudir a mi trabajo, por ejemplo. Si no fuera por mi familia, no podría ni salir de casa.
Ana vive sola en la antigua casa familiar. Un viejo segundo piso, sin ascensor, de pasillos estrechos, inadecuado para una persona de movilidad reducida. Tan solo una de esas sillas salvaescaleras indica que en el edificio habita una persona con discapacidad. Porque lo cierto es que ninguna vivienda antigua es accesible para ellos. Y tampoco muchas de nueva construcción. Las que cuentan con rampas para llegar al ascensor no tienen en el interior pasillos ni puertas suficientemente amplios para que quepa por ellos una silla de ruedas.
Ahora estoy en pleno proceso de buscar piso, porque este se me está quedando inaccesible. Pero todos los que encuentro solo lo son en el acceso al ascensor porque por dentro son de pasillos estrechos y puertas de un tamaño que impide girar a una persona en silla de ruedas. Y los que son adecuados se salen de mi presupuesto. Yo no me iría de mi casa porque por ahí –señala a la ventana– entra un sol espléndido y estoy muy bien aquí sentada, a la hora de comer, mientras los rayos me dan en la cara. Pero creo que no me queda más remedio que buscar otro sitio.
La entrevista transcurre en la cocina de la casa, una estancia sencilla e impoluta.
¿Ves si me he dejado algún rincón sin limpiar? Me cuesta mucho hacer las tareas de casa porque me canso. Por aquí me muevo en esta silla de oficina –donde está sentada en ese momento– y acabo agotada.
Como ha comentado, usted es funcionaria, es profesora en la Escuela Oficial de Idiomas.
Sí, soy interina, llevo en este sector desde el año 2009. Mi primer destino fue Elx. Antes, la conselleria te enviaba un telegrama para avisarte de que te tenías que incorporar. Y eso me pasó a mí: me llegó el telegrama el viernes, y el lunes ya tenía que estar en mi puesto. Ni tenía lugar donde quedarme, ni conocía a nadie, ni posibilidad de hacer una mudanza por mí misma. Como siempre, como ahora, ahí estuvo mi familia. Luego he ido de aquí para allá: València, Ontinyent… Ahora hace tres años que doy clase en Borriana, donde, ahora sí, me siento como en mi casa.
¿Es que ha tenido algún problema en otros lugares en los que ha trabajado?
La verdad es que algunos, tanto por parte de los alumnos como de los compañeros y de la dirección. Creo que no es una cuestión ni del sector en el que trabajo ni del sistema. Sencillamente, hay personas que son accesibles y otras que no lo son.
¿Le costó encontrar trabajo?
Sí. Cuando fui consciente de que tenía una enfermedad sin cura pensé que necesitaba dinero, cuanto más, mejor, para poder llevar una vida lo mejor posible. En mi casa no ha habido nunca mucho y no quería ser una carga económica para mis padres. Me ayudaron todo lo que pudieron y así pude estudiar Traducción e Interpretación en la Universitat Jaume I de Castellón. Fui a la Universidad ya mayorcita, con 30 años, con compañeras que salían los jueves de fiesta loca mientras yo, de casa a clase y de clase a casa (ríe).
Al escuchar eso, hago una de esas preguntas que demuestran que los periodistas son muy capaces de hacer preguntas estúpidas. Incluso muy estúpidas.
¿Piensa que lleva una vida plena?
¿Plena? ¿Qué quiere decir eso? –Sus ojos me miran sin poder verme nítidamente, pero adivino una mirada de disgusto–. Esto es muy difícil –continúa Ana–, el día a día se hace muy pesado, y tener que depender de mi familia me amarga bastante. Esta enfermedad me impide hacer vida social, al menos tanta como a mí me gustaría. Me limita. No tiene nada de positivo.
¿Cómo estudia? Y sus clases, ¿cómo son? Sé de alumnos que dicen que son divertidísimas.
¡La que mejor se lo pasa soy yo! La relación con los alumnos es muy próxima: son, mayoritariamente, personas más o menos de mi edad. Desde el principio les explico lo que hay y, como necesito cierta ayuda, eso me permite una interactuación, un acercamiento que de otra forma no podría conseguir. Doy clase dos días a la semana y, evidentemente, me tienen que llevar hasta el centro. No hay transporte público hasta allí y, aunque lo hubiera, no hay muchos trenes adaptados. Si tengo que estar a las diez en un sitio y el único tren en el que me puedo subir pasa a las siete de la mañana o a las once, evidentemente no me soluciona nada. En lo que se refiere a estudiar, lo hago a través de la voz. Tengo aún un porcentaje de visión y, con una de las llamadas ‘lupas televisión’ consigo leer los trabajos de los alumnos. Y mis apuntes. Los profesores con discapacidad somos los grandes olvidados del sistema. Hay un vacío legal en la enseñanza porque esa figura no está recogida en ningún sitio. El esfuerzo que hace una persona con limitaciones como las mías para incorporarse al mundo laboral son enormes. Y cuando lo consigue, resulta que tiene que ir sorteando todo tipo de barreras, no solo las arquitectónicas. Al final, dependes de la buena voluntad de los extraños, y yo creo que las instituciones no están para hacer caridad, aunque sí para ser solidarios. Pero ser solidario significa actuar con justicia. Y resulta que, por ejemplo, las plataformas educativas online, que están tan de moda, no son accesibles para personas con discapacidad. Resulta que los centros donde te mandan a impartir clase tienen un pavimento de adoquines por el que no puede pasar una silla de ruedas. Resulta que, de un día para otro, te pueden destinar a la otra punta de la provincia, lejos de tu casa, con muchas dificultades para moverte en transporte público, buscar un piso adecuado, etc. Podría seguir y seguir. Pero es muy fácil de entender: imaginen durante cinco minutos que son ustedes los que están en una silla de ruedas y prácticamente ciegos. Y que mañana comienzan como profesores en la Escuela de Idiomas de Benicarló, por ejemplo, que fue uno de mis primeros destinos. Solo cinco minutos. Y después, piensen que así son todos mis días; así es toda mi vida. Las personas con discapacidad quedamos bien en la ‘foto de la solidaridad’ pero en cuanto se apagan las cámaras, las autoridades, las instituciones, o todos a la vez, nos olvidan.
Estoy a punto de preguntarle otra vez por ‘la vida plena’ o alguna impertinencia parecida pero, sin saberlo, Ana lo impide con una confesión.
Con todo, lo peor no son los obstáculos físicos, ni el dolor, ni las deficiencias visuales. Lo peor es el monstruo de la soledad, es la depresión por sentirte atrapada en un cuerpo que no responde, una situación que invade tu mente, que se contagia de esa postración física. Durante un tiempo me negué a recibir tratamiento.  Estaba harta de ir de un médico a otro, de que me hicieran análisis, me dieran medicamentos y me volvieran a hacer análisis para ver si había algún cambio, y vuelta a empezar. ¡Ya no podía más! Pero la enfermedad se agravó. Empeoré y caí en una depresión y para eso sí que no estaba preparada. Ahora voy a volver a empezar el peregrinaje: reumatólogos, neurólogos, dermatólogos. Es una enfermedad muy caprichosa y a cada uno de los enfermos se le manifiesta de una manera. Y eso, si llegas a tener un diagnóstico. Pero el apoyo psicológico me parece importantísimo y es otra cosa que añadir a la larga lista de reivindicaciones que tenemos los enfermos.
Como ha comentado, la enfermedad de Behçet no tiene cura, sino que solo se pueden tratar las afecciones. ¿Qué le pediría a la sanidad, qué necesitan que les proporcione la Administración pública a los pacientes como usted?
Más, le pediría más: más psicólogos, más especialistas, tanto para tratar el cuerpo como la mente. Entiendo que, como en nuestro país hay diagnosticadas unas 7.000 enfermedades raras, la mayor parte del dinero para la investigación se vaya para enfermedades que tienen más incidencia. Pero creo que no sería tan difícil conseguir que hubiera un tratamiento ‘multisistema’ en algún hospital. Que estuvieran todos los especialistas en un mismo lugar, un único centro donde los pacientes pudiéramos acudir para que nos visitaran todos nuestros médicos y no tener que estar dando vueltas de aquí para allá. Y más rapidez en el diagnóstico, en el tratamiento, en todo.
¿Tiene alguna ayuda económica para poder sobrellevar los gastos que le ocasiona su enfermedad, o pagar los servicios de una persona que le ayude?
Tengo una tarjeta dorada de la Renfe, igual que los jubilados, para que me sea más barato el tren… un tren al que no me puedo subir (sonríe). Y una ayuda de cien euros al mes de la Generalitat, dinero con el cual se supone que he de contratar a alguien. En la lotería, además de una enfermedad rara, me tocó la papeleta de ser funcionaria, una categoría laboral que, incluso para la propia Administración, supone nadar en la abundancia. Como se puede comprobar –y hace un gesto con las manos para señalar la sencillez de la habitación en donde estamos– no es así en absoluto. Y, a pesar de todo, la parte económica tampoco es la peor. Socialmente, los discapacitados, los enfermos, nos sentimos bastante abandonados. Y con la buena voluntad de algunas personas no tenemos bastante. Por ejemplo: le expuse el problema de acceso al transporte público que tengo al alcalde de mi pueblo –Nules, un municipio de la provincia de Castellón, de poco más de 12.000 habitantes– y enseguida escribió una carta a Renfe, hizo las gestiones que estaban en su mano, etc. Pero la respuesta, que además tardó mucho en llegar, fue que no se podía hacer nada. Que había los trenes adaptados que había. ¡Como si fuera una tragedia inevitable como un huracán o un terremoto! La buena voluntad de la gente es maravillosa pero donde no alcanza, deben hacerlo las leyes. Esta es una enfermedad sobrevenida, que jamás pensé que iba a tener, igual que tantas personas piensan que no les tocará a ellas –un cáncer, un accidente, un ictus– y resulta que les toca. ¿No sería estupendo que pensáramos todos un poco en los demás? ¡Es que esos demás mañana podemos ser nosotros mismos!
¿Qué le hace feliz en estos momentos, dónde encuentra la energía para seguir?
¿Le digo la verdad? Va a parecer una chorrada. Pero lo que me hace feliz es sentir el sol en la cara sentada en la terraza de un bar, con amigos, tomándome un buen gin-tonic, y escuchar chistes. Si son una retahíla de ellos, mejor. Y si son malos, muchísimo mejor.


Fuente: www.gurbrevista.com

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